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DE BARRA EN BARRA

Malasaña, La Latina y más: los 10 bares más típicos de Madrid para tomar algo

De Malasaña a La Latina, una selección de bares clásicos y nuevos imprescindibles para tomar algo en Madrid, entre vermut, copas y tapeo informal.

Madrid se entiende mejor de noche y, sobre todo, desde la barra. Más allá de los restaurantes de moda y las terrazas de postal, la ciudad conserva una red de bares donde el ritual es simple y constante: pedir algo para beber, charlar sin apuro y dejar que la noche avance sola. No hace falta sentarse ni reservar, solo encontrar el lugar justo.

En ese mapa conviven históricos con décadas de barra gastada, tabernas que sobrevivieron a cambios de barrio y bares más nuevos que ya lograron integrarse al ADN madrileño. No es casualidad que Madrid figure de forma recurrente entre las mejores ciudades del mundo para salir de noche: su cultura de bar sigue siendo abierta, accesible y profundamente social. Algunos ofrecen tapeo clásico, otros apenas unas aceitunas, pero todos comparten algo esencial: son puntos de encuentro reales, no decorados.

De Malasaña a La Latina, estos son 10 bares típicos de Madrid para tomar algo, pensados para ir sin plan cerrado, mezclando lo tradicional con lo contemporáneo y entendiendo por qué, en esta ciudad, el bar sigue siendo una institución.

La Vía Láctea, Malasaña

La Vía Láctea es uno de esos bares que explican por sí solos la noche madrileña. Abrió en 1979, en pleno Malasaña, y desde entonces funciona como refugio musical, bar de copas y sala de conciertos. Por su escenario pasaron bandas clave del rock español y del underground local, y su peso cultural fue tal que el Ayuntamiento de Madrid colocó una placa en su fachada como reconocimiento a su aporte a la escena nocturna.

El local mantiene una estética cruda y sin maquillaje: paredes grafiteadas, iluminación justa y un aire rockero que remite directamente a la Movida Madrileña. Distribuido en varios ambientes, nunca se siente asfixiante y conserva ese clima de bar donde se puede charlar, moverse y quedarse horas sin mirar el reloj. El público es tan diverso como su historia: conviven habituales de siempre, treintañeros y nuevas generaciones curiosas.

En la barra, los precios acompañan ese espíritu sin pretensiones. Las cervezas rondan los 4 euros y las copas se mueven en torno a los 10 euros, cifras cada vez menos habituales en el centro de Madrid para un lugar con esta trayectoria. No hay coctelería sofisticada ni carta extensa: acá se viene a tomar algo simple y dejar que la música haga el resto.

Ubicada en calle Velarde, a metros de la Plaza del Dos de Mayo, La Vía Láctea sigue siendo una parada obligada para entender cómo se sale en Madrid cuando la noche no es pose, sino costumbre.

Bodega de la Ardosa, Malasaña

Bodega de la Ardosa es una cápsula del tiempo plantada en Malasaña, a pocos pasos de Gran Vía. Abrió a fines del siglo XIX y todavía conserva esa liturgia de barra clásica: azulejos blancos, madera oscura, botellas alineadas y un ritmo que no se negocia. Incluso el pequeño salón del fondo (al que se accede casi a escondidas) refuerza la sensación de estar entrando a un bar que nunca quiso modernizarse del todo.

Acá manda el picoteo tradicional, hecho sin atajos. La tortilla de patatas, jugosa en el centro y ya convertida en referencia madrileña, es casi obligatoria. Se suman croquetas potentes (cabrales, bacalao, cecina), salmorejo bien clásico y alcachofas en flor que llegan confitadas y pasadas por la parrilla. No hay fuegos artificiales: hay recetas bien ejecutadas y producto.

En bebida, La Ardosa también marca escuela. Fue pionera en servir Pilsner Urquell de grifo, tirada lenta y como corresponde, además de otras cervezas clásicas. El vermut de grifo, elaborado en exclusiva para la casa, es otro de los grandes motivos para quedarse de pie en la barra un rato más. Con tapeo típico (gildas, croquetas, tortilla o bravas) el gasto promedio ronda entre 10 y 20 euros por persona, un valor cada vez más difícil de encontrar en el centro de Madrid.

Fundada en 1892, la bodega pasó de generación en generación hasta llegar a su actual gestión familiar, manteniendo una identidad clara: no se reserva mesa, no se corre, no se improvisa. En la calle Colón, La Ardosa sigue funcionando como uno de esos bares donde Madrid se explica sin necesidad de traducirse.

Bodega la Ardosa Madrid

Gilda Haus, Tribunal

Gilda Haus aparece en la calle San Mateo como una síntesis bastante afinada de lo que hoy busca cierta noche madrileña: aperitivo que se estira, barra protagonista y música que no funciona como fondo, sino como pulso. Lejos del bar castizo clásico, este proyecto toma distancia del imaginario rústico y se instala en un terreno más contemporáneo, donde el vermut convive con el club sin pedir permiso.

Detrás están Cristina y Yajaira, creadoras del universo Gilda y responsables de haber reformulado el concepto de gilda y vinagre como identidad cultural. La apertura de Gilda Haus no responde a una “segunda sede” clásica, sino a la necesidad de un espacio propio donde música, comida y noche pudieran convivir bajo un mismo techo. El local (un rincón históricamente esquivo para otros proyectos) fue resignificado con una lógica clara: amplitud, visibilidad y flexibilidad. Dani Montañez se sumó a la operativa y Paco Cruz a la gestión, con un reparto de roles bien definido entre programación sonora, imagen y relación con el público.

El espacio impone desde la entrada. Una barra de acero de nueve metros ordena el lugar, con sofás, moqueta, cortinados y una paleta rojo-naranja que absorbe sonido y crea clima. La cabina, espejada y elevada, domina el fondo sin imponer rigidez: puede desaparecer o volverse central según el momento del día. Entre semana el ritmo es calmo, casi de sobremesa larga; los sábados, desde el mediodía, el bar se llena y avanza hacia un “aperitivo nocturno” que puede sostener hasta 170 personas sin sensación de agobio.

La carta acompaña esa idea híbrida. Las gildas siguen siendo eje, pero aparecen platos y bocados que se permiten salir del canon: anchoas sobre brioche, quesos intensos, sándwiches bien resueltos (del pastrami al tuna melt) y guiños más lúdicos como el chicharrón con kimchi. Es cocina de barra pensada para compartir, sin solemnidad pero con intención. El gasto promedio, combinando comida y bebida, ronda los 15 a 25 euros por persona, según el ritmo de la noche.

En copas, Gilda Haus evita la coctelería extensa y apuesta por una carta corta, con vermut como hilo conductor. Hay cócteles de autor, clásicos reinterpretados y preparaciones donde la salmuera, el vinagre y los amargos definen el perfil. No es un restaurante ni un club en sentido estricto: es un bar que permite entrar de día y salir de noche, sin que el plan se rompa en el medio. Y en Madrid, eso no es poco.

Casa Camacho, Malasaña

Casa Camacho es uno de esos bares que no se explican: se sobreviven. Abierto a fines de los años 20 en la calle San Andrés, cambió muy poco desde entonces. La barra gastada, las botellas cubiertas de polvo antiguo, la televisión siempre encendida y el suelo sembrado de palillos forman parte de un decorado involuntario que define al bar tanto como su clientela. Es tasca de barrio, aunque hoy convivan vecinos de toda la vida con jóvenes que buscan justamente esa postal intacta.

El gran emblema de la casa es el yayo, una mezcla tan simple como histórica: vermut de grifo, un toque de ginebra y sifón. Se sirve corto, fresco y sin vueltas, pensado más para el ritual que para el análisis. Es una bebida que resume bien el espíritu del lugar: directa, popular y sin intención de agradar a todos. Acompañan aceitunas, alguna conserva, tortilla o raciones sencillas para picar sin expectativas gourmet.

Casa Camacho no compite en producto ni en técnica, sino en atmósfera. Acá se viene a estar de pie, a charlar fuerte y a tomar algo rápido o quedarse más de la cuenta. El gasto promedio es bajo incluso para Malasaña: entre 5 y 10 euros por persona alcanza para un par de bebidas y algo de picoteo. No se acepta tarjeta y el ritmo lo marca la barra, no el cliente.

Con casi un siglo de historia, sigue funcionando como un bar de verdad, con sus virtudes y sus límites. Casa Camacho no se adapta: espera que el que entra lo haga en sus propios términos. Y en una ciudad que cambia todo el tiempo, eso también es una forma de identidad.

Cava Baja 5: La Playa, La Latina

En plena Cava Baja, una de las calles más transitadas del tapeo madrileño, La Playa juega a romper la lógica del barrio sin salir de él. Oficialmente se llama como su dirección, pero nadie lo nombra así: para todos es La Playa. El motivo aparece apenas bajás las escaleras: la planta inferior tiene el suelo cubierto de arena, una rareza absoluta en el centro de Madrid que invita a descalzarse y cambiar de registro.

El bar apuesta por un ambiente íntimo y algo teatral, con luces bajas, rincones pequeños y una música que acompaña sin imponerse. Es un lugar pensado más para la copa que para el tapeo, y eso se nota en su especialidad: los cócteles. Los mojitos son los más pedidos, bien ejecutados y frescos, pero también funcionan los clásicos largos para estirar la noche con calma.

El público suele ser algo más arreglado que en otros bares de La Latina, con una mezcla de locales y visitantes que buscan algo distinto sin irse del barrio. No es un sitio de paso rápido: La Playa propone bajar el ritmo, charlar cerca y quedarse más de lo previsto.

Ubicado en Cava Baja 5, abre principalmente de jueves a domingo por la noche. Es uno de esos bares que no se parecen a ninguno alrededor, y justamente por eso se ganó un lugar fijo en el circuito nocturno madrileño. Un paréntesis inesperado entre vermuts, cañas y barras de madera.

Metro de Madrid
El Metro de Madrid, el punto donde empiezan y terminan muchas noches de bar.

El Metro de Madrid, el punto donde empiezan y terminan muchas noches de bar.

La Torre del Oro, Plaza Mayor

En plena Plaza Mayor, La Torre del Oro juega con ventaja y con aviso previo: no es barato, especialmente si te sentás en la terraza. Pero tampoco engaña. Es uno de esos bares que funcionan como postal viva del centro de Madrid, con camareros de acento andaluz, barra siempre llena y un interior donde cada centímetro de pared está ocupado por recuerdos taurinos y escenas del imaginario popular español.

El ritual es simple y funciona desde hace décadas. La caña llega bien tirada y suele venir acompañada por un pequeño gazpacho o algo para picar, un gesto cada vez menos habitual en la zona. Si hay hambre, lo lógico es pedir pescaíto frito y acompañarlo con un fino o una manzanilla, en un menú que no busca sorprender sino cumplir con lo que promete.

El local es estrecho, ruidoso y vibrante. Acá no se viene a charlar en voz baja ni a mirar el celular: se viene a mirar alrededor, escuchar conversaciones cruzadas y dejarse llevar por el pulso del centro. Las fotos y referencias al mundo del toro (desde la estética de Las Ventas hasta el imaginario más clásico) forman parte del decorado y del personaje del lugar.

Ubicada en Plaza Mayor 26, La Torre del Oro abre todos los días de 11 a 2. Es uno de esos bares que no pretende modernizarse ni pedir disculpas por lo que es. En medio del Madrid más turístico, sigue funcionando como un bar de paso obligado para tomar algo rápido, intenso y sin vueltas.

Rollo 8, La Latina

Rollo 8 es de esos bares que parecen estar escondidos a propósito. Está en un rincón discreto de La Latina, casi asomado al viaducto de Segovia, lejos del ruido directo de Cava Baja pero lo suficientemente cerca como para sentirse parte del barrio. Hay que ir sabiendo que existe: no se cruza por casualidad. Y quizá ahí esté parte de su encanto.

La terraza es uno de sus grandes activos. Con vistas abiertas, luz de atardecer y un ritmo más pausado que el resto de la zona, se volvió una de las más buscadas del barrio. Funciona bien tanto para arrancar la noche como para alargar una sobremesa sin apuro, con ese clima en el que el bar parece expandirse hacia afuera cuando cae el sol.

En la carta convive una cocina española reconocible con guiños mexicanos bien integrados. Hay clásicos como croquetas de jamón y huevos rotos, pero también platos que mezclan sin forzar, como nachos con torreznos o ceviches pensados para compartir. La propuesta se completa con una coctelería amplia y accesible: margaritas, mezcalitas, palomas, moscow mule, caipirinhas y copas bien hechas, sin pretensión.

Rollo 8 está atendido por sus propios dueños junto a un equipo cercano, algo que se nota en el clima del lugar. El ticket promedio ronda entre 20 y 30 euros por persona, según cuánto se coma y se beba. En un barrio donde abundan los sitios de paso rápido, este bar se gana su lugar como punto para quedarse un rato largo, casi sin darse cuenta.

La Coquette Blues Bar, Ópera

La Coquette Blues Bar es una rareza cada vez más escasa en el centro de Madrid: un bar que gira en serio alrededor de la música en vivo. Abrió en 1982 y, desde entonces, sostiene una identidad clara y sin concesiones, dedicada al blues y a sus derivaciones. Está a metros del Teatro Real, pero lejos del ruido turístico: para entrar hay que bajar bajo tierra, literalmente, a una sala excavada con paredes y techos abovedados de ladrillo visto.

Ese espacio subterráneo no es solo una curiosidad estética. La acústica natural de la sala es parte central de la experiencia y explica por qué, durante más de cuatro décadas, por su escenario pasaron músicos nacionales e internacionales con un estándar alto y constante. No hay pantallas ni artificios: la música ocurre cerca, en crudo, y se escucha como fue pensada.

La dinámica es simple y honesta. La entrada suele ser gratuita, con consumición obligatoria, aunque algunos conciertos tienen ticket según el artista. El gasto promedio se mantiene contenido para el centro de Madrid: entre 10 y 20 euros por persona alcanza para una copa, alguna cerveza y una noche completa de música en vivo, algo cada vez menos habitual en esta zona.

Ubicado en la calle Hileras, entre Sol y Ópera, La Coquette sigue funcionando como refugio nocturno para quienes buscan algo más que volumen y moda. En una ciudad donde muchos bares usan la música como fondo, acá sigue siendo protagonista.

Gota, Chueca

Gota es uno de esos bares que se descubren una vez y pasan directo a la categoría de segunda casa. Pequeño, silenciosamente magnético y con una identidad muy definida, funciona como la versión depurada y definitiva de aquel espíritu clandestino que aparecía de noche al fondo de Acid Bakehouse. Acá no hay improvisación: todo está pensado para que el plan fluya sin sobresaltos.

El espacio es mínimo (apenas 42 personas) y se apoya en tres ejes claros: vino natural, cocina breve pero precisa y una banda sonora que acompaña sin imponerse. La carta de vinos es uno de sus grandes diferenciales, con más de 200 referencias por botella y unas 15 opciones por copa que rotan a diario, con fuerte presencia internacional. Se bebe con curiosidad y sin solemnidad, guiado por un equipo que sabe leer al cliente.

La cocina sigue la misma lógica. Los platos cambian cada mes, trabajan con pocos ingredientes y una ejecución cuidada, con guiños italianos y una estética contenida. No es un bar para ir con hambre voraz, sino para picar bien mientras se bebe mejor. Todo ocurre en un entorno que suma: cueva abovedada, materiales nobles, iluminación justa y una calma poco común en esta parte de Madrid.

Gota es, ante todo, un bar de copas para quedarse. El ticket promedio ronda entre 15 y 25 euros por persona, según cuánto se beba y se pique, una cifra acorde a la calidad del producto y la experiencia. Ubicado en la calle Prim, muy cerca de Chueca, funciona como refugio para quienes buscan vino, música y conversación sin ruido alrededor. Un lugar que no necesita volumen para dejar marca.

Barra Madrileña
Copas sobre la barra y charlas que se alargan: el tardeo, ese punto medio donde la noche empieza sin apuro.

Copas sobre la barra y charlas que se alargan: el tardeo, ese punto medio donde la noche empieza sin apuro.

Casa Macareno, Malasaña

Casa Macareno es uno de esos lugares de Malasaña que buscan recuperar la esencia de la taberna castiza sin quedar atrapados en la nostalgia. Abrió sus puertas en 1920, cuando aún se llamaba bodega Felipe Marín y Hnos., y desde entonces atravesó distintas etapas sin perder una idea central: buen producto, servicio cuidado y una relación honesta con la tradición. Hoy funciona como punto de encuentro entre el Madrid de siempre y una escena más contemporánea que también lo eligió como refugio habitual (no es casualidad que figuras como Rosalía hayan sido vistas más de una vez en su barra).

Sin grandes artificios, la carta se apoya en el tapeo clásico pensado para compartir. Hay ibéricos y quesos bien seleccionados, conservas y encurtidos, y platos que nunca fallan: croquetas, patatas bravas, salmorejo, huevos rotos o taquitos de bacalao. A eso se suman guiños más actuales como el tiradito de besugo, las alcachofas confitadas o el steak tartar de solomillo, señales de una evolución medida que no rompe con el espíritu original del lugar.

El momento clave es el aperitivo. Una caña bien tirada o un vermut tipo “yayo”, con un toque de ginebra como se servía antiguamente, se disfrutan mejor de pie en la barra o en las mesas junto al ventanal, siempre decoradas con claveles frescos. El comedor, en cambio, invita a bajar el ritmo y apostar por platos más elaborados como el cochinillo cristal asado a baja temperatura o el bacalao gratinado.

Casa Macareno trabaja con carta y, de lunes a jueves, ofrece menú del día a 15 euros (excepto entre el 6 de diciembre y el 7 de enero). Se recomienda reservar, sobre todo los fines de semana. En un barrio que cambia rápido, este local logró algo poco frecuente: mantenerse fiel a su identidad y, al mismo tiempo, seguir siendo relevante para nuevas generaciones.

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