EXCLUSIVO 24

CONSPIRANOIAS

El rebrote del coronavirus en la Argentina

En momentos de mucha actividad virtual por el 'home office' y por la distancia física que impuso la pandemia, contar con un buen servicio de internet resulta fundamental. Sin embargo, los usuarios de Fibertel no están muy felices, más bien todo lo contrario: muchísimas quejas se registran en los últimos días a causa de inconvenientes con el servicio de internet que provee esta compañía.

Es algo que no puedo entender. Por un lado, se tiene la certeza de que desde Europa vendrá un rebrote de coronavirus mucho más agresivo que el de la primera ola. Lo anuncian funcionarios públicos como el ministro de Salud de CABA, Fernán Quirós. 

Por otro lado, desde ese mismo gobierno porteño se convoca a los chicos a clases que no son clases (pero que los exponen a ellos y a los docentes), sin incluir contenidos pedagógicos, al solo efecto de mostrar que "fuimos los primeros en hacer volver a los chicos a la escuela".

Es más, se están haciendo burbujas en preescolar para chiquitos que no cuentan aún con la madurez ni con el nivel de socialización necesarios para obedecer a órdenes simples de docentes (que no tienen autorización para tocarlos, ni para llevarlos al baño), como mantener distancia social, o permanecer sentaditos de manera disciplinada en su espacio asignado. Es disparatado. 

La sinrazón alcanza al mundo de los adultos. El presidente Alberto Fernández anuncia otra quincena de cuarentena (pero no hay cuarentena) desde Misiones, en un acto donde se saca selfies apretujado con más de cien personas sin barbijo. Es una conducta simbólica entre muchas otras que omitiré mencionar. Ejemplifica el grado de imprudencia y la falta del sentido de la responsabilidad que se proyecta desde lo más alto del poder. 

No solo los políticos son irresponsables. Los medios de comunicación -sobre todo lo del establishment, y muy especialmente el canal TN- no paran de bombardear con la ilusión de la temporada veraniega. Hablan de cuánto costará hacer vacaciones este año, como si el hecho de trasladarse de un lugar a otro en un país en el que hoy no existe libertad para circular, fuese a salirle gratis a la salud pública y a la vida de las personas.

Ante un escenario histórico tan desafiante, los Estados que suelen hacer bien las cosas piensan con perspectivas políticas de mediano plazo. Algo que es imposible de lograr en la Argentina, no sólo por la mediocridad de su clase dirigente, sino porque ésta es el reflejo de la espantosa mediocridad de la sociedad que la genera.

Mientras tanto, se corre el riesgo, para nada improbable, de que los argentinos terminemos equiparando en número de víctimas fatales a países como Estados Unidos, o Brasil. 

El nivel de imbecilidad y de egoísmo que percibo en las redes sociales y en los medios me asusta. Desde negacionistas que dicen que nos enfrentamos a “una gripecita”, hasta quienes cuestionan el uso del barbijo en nombre de no sé qué asociaciones de epidemiólogos de dudosa procedencia. Las teorías conspirativas se multiplican (culpan a los chinos o a Bill Gates), pero no ayudan a superar el problema. 

Hablando en criollo, la gente está perdiendo respeto al “bicho”. Va por la calle sin barbijo, se olvida el alcohol en gel, no guarda distancia social, se estrecha alegremente en lugares cerrados, se reúne con familiares, retoma la rutina de los asados, la birrita entre amigos y empieza a no cuidarse, que en este caso quiere decir también, no cuidar al otro. Finge una normalidad que no es real. Que el que se tenga que morir, se muera. Algunos hasta consideran que extremar las medidas sanitarias es "hacer el juego a este régimen populista que nos quiere meter miedo", pero nadie puede explicar por qué el coronavirus en la tercera causa de muertes durante 2020. 

Los que me leen en forma habitual saben qué pienso sobre las manipulaciones que hace el kirchnerismo con la cuarentena, y sobre la prudencia que debe imponerse en las marchas de protesta, en las que necesariamente deben adoptarse todos los protocolos de seguridad. Sé que los banderazos no buscan desafiar a esta pandemia, sino que se hacen pesar de ella y a costo de quienes participan. También está comprobado que no han sido hasta aquí fuentes significativas de contagios.

Pero lo que estamos viviendo respecto de la pandemia es otra cosa. Es oscuro. Es funesto. Es luctuoso. Es letal. Es histórico.
Este año el coronavirus se llevó a mi mentor (¿se acuerdan cuando hace apenas unos meses algunos preguntaban en Twitter “vos conocés a alguien que haya muerto de coronavirus”?).

Millones pueden contar pérdidas parecidas. Tal como ocurre a muchos, no puedo evitar pensar a diario en la posibilidad de mi propia muerte, porque formo parte de los llamados “grupos de riesgo”. No lo digo para regodearme en la depresión, sino porque para enfrentarla hace falta que sembremos positividad a través de medidas y conductas que apunten a la seguridad colectiva. Al frente de ese proceso, necesariamente, tiene que estar la política. Pero también la gente de a pie.

De las vacunas ya no habla nadie. Mejor que no lo hagan: no sabemos hasta dónde podríamos fiarnos de la seguridad y efectividad que podrían tener, si nuestros desaprensivos gobiernos aprueban leyes para eximir de responsabilidades legales a los laboratorios que las producen, ante posibles efectos secundarios negativos. 

Los políticos prefieren tirar significantes vacíos antes de pensar en programas, políticas y metodologías reales y concretas que harán falta para diseñar un período de al menos dos años de virtualidad y protocolos, porque -acuérdense lo que les digo- en el mejor de los casos esta catástrofe nos acompañará un mínimo de dos años, tal como en 1918 ya ocurrió con la gripe española.

Una de las principales voces sanitarias de los Estados Unidos acaba de decir que espera que su país recupere algo parecido a la normalidad, recién en 2022. 

La realidad es que no sabemos de dónde viene este ataque contra la humanidad, cómo actúa y cómo se lo combate, más allá de las medidas de asepsia conocidas. No entiendo qué estamos haciendo cuando persistimos en la difusión de pensamientos contradictorios y asumimos conductas suicidas.

Mi único mensaje es este: el coronavirus y sus renovadas cepas son un problema presente. Forman parte de un drama global, de una plaga histórica. Cada uno de nosotros puede elegir entre ser víctima y vector de transmisión de la infección; o un guerrero que la combate, a través del autoconfinamiento responsable cuando éste sea posible, o del cumplimiento estricto de los protocolos de comportamiento social, cuando sea necesario salir a la calle. Mientras la situación epidemiológica no cambie, cualquier otra cosa es pura cháchara. 

Como decía Aristóteles, la única verdad es la realidad. 

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