ARGENTINA

REUNIÓN POR LA UNIDAD

De la Sota en su salsa (la misa es sólo una excusa)

¿Pudo haber sido José Manuel De la Sota el candidato presidencial que apoyara Cristina Fernández de Kirchner, de no haber fallecido abruptamente conduciendo en las rutas de su Córdoba natal? Es la pregunta que siempre vuelve, y se la hace el propio Alberto Fernández, cuando se siente obligado a cambiar la historia del Frente para Todos en la provincia mediterránea. A propósito de una misa católica apostólica romana por De la Sota, ocurre un sólido intento de unidad que, inclusive, va más allá del propio gobernador Juan Schiaretti.

El evento se presenta como una de esas reuniones que le fascinaban organizar en Córdoba a José Manuel De la Sota, donde hay espacio para 'la rosca' en serio.

Luego de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias, el presidenciable Alberto Fernández se siente en condiciones de reclamar un poco más de atención del gobernador Juan Schiaretti, tan atento en el pasado, de los aciertos y errores de Mauricio Macri, que terminaron siendo, según dijeron las urnas, más errores que aciertos.

El peronismo cordobés quiere ir detrás del candidato del Frente de Todos, y es un problema para Schiaretti, quien luego de retirar su apuesta por Consenso Federal, mantuvo un bajo perfil y una decisión de autonomía, todo lo contrario a lo que reclama el senador nacional Carlos Caserio, titular del PJ provincial y quien puede disputarle a Schiaretti la etiqueta de 'delasotista'.

Sin duda, es un evento trascendente el que se ha montado sobre la memoria de De la Sota, quien intentaba la unidad del peronismo cuando murió, y tanto Cristina Fernández de Kirchner como Máximo Kirchner tienen constancia de esto.

A propósito de De la Sota, muy interesante la reflexión de Pablo Esteban Dávila en el Diario Alfil:

Hace más de 20 años que Unión por Córdoba está en el poder. Y estará cuatro años más bajo el sello continuador de Hacemos por Córdoba, la razón social de inspiración schiarettista. Esta longevidad tiene un demiurgo: José Manuel de la Sota. El exgobernador, fallecido hace ya un año, fue tanto el inventor como el garante de este verdadero hit político.

Podría suponerse que este éxito reside en la calidad de los gobiernos del actual oficialismo. La gente, sugeriría el razonamiento, vota a los buenos administradores, a los hacedores, y tanto De la Sota como Juan Schiaretti califican en tal categoría. No obstante, y más allá de los méritos de sus respectivas gestiones, esta no es la razón excluyente de la supervivencia del experimento. Debe buscarse más allá; como decía El Principito, lo esencial es invisible a los ojos.

Lo subyacente es, precisamente, un concepto etéreo para el gran público pero de enorme importancia para la ciencia política, esto es, el problema de la sucesión. De la Sota ideó un mecanismo de mucho sentido común -que también debe haber requerido de nervios de acero- para aventar esta trampa que el poder tiende periódicamente a sus fanáticos. No hay en la Argentina un ejemplo igual.

José Manuel De la Sota


Sabido es que quien detenta el poder no quiere abandonarlo. Esta es una ley de hierro para los políticos en general y un mandato filial para los peronistas en particular. La máxima señala que un mandatario exitoso que no puede ser reelecto intentará por todos los medios regresar al poder, aun si su sucesor es de su mismo partido y si resiste su retorno. Ejemplos sobran en la política argentina de dirigentes que, tras ser ungidos como candidatos oficialistas, terminan volviéndose en contra de quienes los señalaron como sus sucesores una vez instalados en el gobierno.

Este tipo de tensiones entre los que se fueron y quieren regresar y los que llegaron y quieren quedarse han generado incontables guerras intestinas que, muchas veces, han puesto en riesgo la propia continuidad del oficialismo. Algunos gobernadores (también intendentes) solucionaron esta molestia mediante el expediente de apelar a reelecciones indefinidas, amputando cualquier tipo de aspiración republicana en sus mandatos. Otros, algo más creativos, delegaron en sus consortes o parientes el linaje sucesorio, no obstante que, en ciertos casos, con éxito relativo. Basta recorrer la geografía del país para identificar las provincias y ciudades que hacen uso de estas modalidades, equiparando a sus sistemas políticos con lisos y llanos sultanatos.

Huelga decir que esta no fue jamás una alternativa para De la Sota. Más allá de sus deseos secretos -que no los habría explicitado jamás- el exgobernador siempre tuvo en claro que Córdoba no toleraría excesos de este tipo. Además, el antecedente de Eduardo Angeloz de forzar un tercer mandato mediante una interpretación amañada de la Constitución fue un recordatorio permanente sobre donde podría terminar una tentación semejante. Al momento de asumir su primer período en 1998 tuvo claro que, asaz la posibilidad de su reelección, debería pensar en una estrategia para permanecer en el poder sin que esto fuera evidente.

La solución le llegó temprano con Schiaretti. Con Germán Kammerath precozmente fuera de la ecuación, De la Sota encontró en el actual gobernador el hombre ideal para complementarlo. A cualquier político pragmático le hubiera parecido una decisión extravagante. No eran amigos ni parientes, se habían enfrentado en una dura interna en la primera mitad de los ’90 y sus respectivos pasados ideológicos sugerían irreconciliables visiones de la Argentina. Sin embargo tenían algo en común: un realismo a toda prueba y la convicción -tan cordobesa- de que la demasía debe evitarse.

Cuando Schiaretti llegó al poder en 2007 De la Sota optó por un silencio recoleto. Sólo alzó la voz durante la crisis del campo y ante los titubeos iniciales del entonces gobernador. Luego desapareció. En el ínterin cantó tangos y boleros pero declinó hablar de política, excepto para prodigarle elogios a su sucesor. Tampoco intentó mantener la preeminencia partidaria de la que había gozado en soledad durante tanto tiempo, incorporando la regla de que quien gobierna conduce también el justicialismo provincial. Sólo salió de su hibernación privada cuando el propio Schiaretti (impedido de reelección), lo proclamó nuevamente como el candidato de Unión por Córdoba.

A partir de 2011 los roles se invirtieron. Su antecesor se corrió por entero de la escena y De la Sota regresó tanto al gobierno como a la conducción justicialista. A poco de iniciar su tercer mandato dijo que se concentraría en llegar a la presidencia de la Nación y que no repetiría en la provincia pese a asistirle el derecho de hacerlo, una señal para Schiaretti. En 2015, tras retirarse con honores del Centro Cívico, estableció una nueva división del trabajo dentro con su alter ego: él se concentraría en la Nación y el nuevo gobernador en la provincia. Al momento de su muerte, el esquema funcionaba de forma pacífica.

La invención de la sucesión administrada tiene claramente el copyright delasotista. La asumió como un deber personal y la defendió como la columna vertebral de Unión por Córdoba. Es un raro caso de éxito en la materia, que combina tanto la energía del mando como la abstinencia tántrica de ejercerlo. Porque es necesario recordar que, a pesar de que se renuncie al poder, este no abandona a sus meritorios tan fácilmente. En sus ocasiones en el llano De la Sota recibió visitas, saludos, lisonjas y chimentos de multiplicidad de personas, muchas de las cuales deben haberle intentado convencer de que Schiaretti o alguno de sus adláteres le deseaban el mal o el ostracismo permanente. Mantenerse sereno, incluso indolente, ante tales versiones deben de haberle requerido mucho temple. Es la templanza y no la temeridad, precisamente, la virtud del héroe político.

Por supuesto, esta construcción no fue fácil. Con la perspectiva del tiempo los analistas gustan de ensamblar teorías generales y presentar este tipo de casos como el devenir natural de un plan previamente concebido por el estadista. Es una tentación hegeliana que debe evitarse. Seguramente, De la Sota no tuvo siempre en claro como instrumentaría el mecanismo sucesorio, aunque sí permaneció convencido de que no debía soslayar el tema mucho tiempo. Incluso debe de haberle importado poco cuando sus propias gestiones atravesaron momentos aciagos, como en la crisis de 2001 o durante la revuelta policial de finales de 2013, no obstante que siempre retomando esta agenda tan pronto las circunstancias se presentaron más favorables.

Es el mérito de la perspectiva, un atributo del que siempre gozó. Y, en la política, perdurar es el gran objetivo de cualquier dirigente de nota, inclusive cuando la perdurabilidad corre por cuenta de una construcción personal que lo trasciende o simboliza. El largo plazo, la estructura que lo contiene, es el deseo íntimo de todo aquel que desee inscribir su nombre en la historia.

El principal mérito de De la Sota, en este sentido, es el de haber comprendido que la permanencia en la consideración pública no consiste tanto en el ejercicio continuado del poder formal sino en la posibilidad de acceder a él tantas veces como uno se lo proponga, sin alterar las reglas del sistema o, al menos, de intentarlo creíblemente. Su adherencia personal a este concepto fue sistemática, insobornable, hasta que la muerte lo encontró en la autovía 36. Fue un precepto sutil, probablemente imperceptible, pero que correctamente aprehendido podría evitar malentendidos futuros a la República y servir de legado a todos los que hoy lamentan su partida quizá sin entenderlo del todo.

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