El 22 de abril de 1945 comenzaba un punto de inflexión crucial en la Segunda Guerra Mundial. En las entrañas del Führerbunker de Berlín, un Adolf Hitler cada vez más aislado y paranoico se enfrentó a la realidad devastadora de la inminente derrota alemana. La caída y posterior suicidio de Adolf Hitler marcarían el final de la guerra.
FURIA Y LLANTO EN EL BÚNKER
Adolf Hitler acepta la derrota: 22 de abril, el día que se derrumbó el Führer
Ante el avance de las tropas soviéticas y el fracaso de sus generales, Adolf Hitler declara perdida la guerra. El caos reina en el búnker del líder nazi.
El colapso de las esperanzas nazis
Mientras las fuerzas soviéticas rodeaban implacablemente la capital alemana, Hitler se aferraba desesperadamente a la idea de un contraataque milagroso que aliviara la presión de las tropas enemigas sobre Berlín. Su plan maestro descansaba sobre los hombros del general Felix Steiner, que tenía órdenes de lanzar un ataque desde el norte para detener el avance soviético.
La mañana del 22 de abril, Hitler esperaba con ferviente anhelo noticias de este contraataque. Sin embargo, a medida que transcurría el día, la amarga verdad se hizo evidente: la ayuda no llegaría. La retirada de Steiner debido a la insuficiencia de hombres y armas, sumada al avance inexorable del Ejército Rojo, quebró la frágil esperanza que aún albergaba el Führer.
Ante la inminente catástrofe, Hitler experimentó un colapso emocional. Furibundo, el líder nazi lanzó una caterva de gritos acusando a sus generales del fracaso del ejército alemán, antes de derrumbarse en un sillón y llorar desconsoladamente ante la admisión de la derrota. Por primera vez, Hitler reconoció abiertamente que la guerra estaba perdida y que prefería la muerte antes que ser capturado.
Un búnker en caos y la decisión fatal de Hitler
La vida en el Führerbunker contrastaba radicalmente con la idea de normalidad que Hitler pretendía proyectar. Las paredes agrietadas por las bombas constantes y el aire viciado por el polvo hacían casi insoportable la estancia. Lo único que podían hacer los oficiales comandados por Hitler para escapar de aquel crudo encierro era ahogar sus penas en alcohol (algo que debían hacer a escondidas, ya que el Führer era abstemio y pretendía lo mismo para sus hombres).
En una muestra de desesperación, Hitler reunió a sus secretarias Gerda Christian y Traudl Junge y a su dietista Constanze Manzialy, y les explicó que serían evacuadas junto con el resto del personal no esencial hacia el Berghof en Baviera, en la que se conocería como la Operación Seraglio. Mientras tanto, el dictador de origen austríaco ordenaba la destrucción de sus documentos personales en Berlín, Múnich y Berchtesgaden.
Hitler, sin embargo, no se uniría a la huida, sino que se quedaría atrás para quitarse la vida junto a su esposa Eva Braun (con quien se había casado el día anterior). Las mujeres más cercanas al círculo íntimo del Führer se negaron a abandonarlo y aceptaron orgullosas las pastillas de cianuro que su líder les repartió, mientras que con un tono de amarga ironía, Hitler comentó que "si tan solo mis generales hubieran sido tan valientes como ustedes".
Magda Goebbels, la esposa del ministro de propaganda Joseph Goebbels, también eligió permanecer en el bunker hasta el final. Junto a ella, trajo a sus seis hijos pequeños, todos con nombres que comenzaban con la letra "H" (Helga, Hilde, Helmut, Holde, Hedda y Heide), quizás como un tributo al propio Hitler. La vida de los niños terminaría a manos de su propia madre con cianuro mientras dormían, antes de que el matrimonio Goebbels pusiera fin a su propia vida.
La noche del 22 de abril marcó un cambio definitivo en el curso de la guerra. Con el colapso de Hitler y la aceptación de la derrota inminente, el Tercer Reich se tambaleaba al borde del abismo.
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