“Nosotros somos distintos. Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría desvelar ese misterio”.
Jostein Gaarder,
El mundo de Sofía
BUSCANDO RESPUESTAS AL CONFLICTO CLIMÁTICO
El Error después del Error: El desafío del cambio climático
El cuidado ambiente debería preocuparnos mucho más de lo que nos preocupa. Para comenzar, se trata de cuidar el único plantera que tenemos. La Tierra es real, el resto es ciencia ficción. Las generaciones en ejercicio del comando han fracasado en forma reiterada al respecto. Por dar otro ejemplo más del descalabro, el diario El Tiempo, de Bogotá, Colombia, tiene en su edición del lunes 19/09 la denuncia de una terrible deforestación en el parque nacional Serranía de Chiribiquete, el parque nacional más grande de Colombia, en la Amazonia, 1 de las 6 áreas protegidas de mayor extensión de Sudamérica. ¿Y qué pasa con las generaciones que se preparan para el reemplazo? Hay algunos indicios de que la conciencia ambiental es mayor. Como prueba de ello, Urgente24 publica el siguiente texto que redactó un joven de 18 años, Marco Kleimans, hijo de argentinos pero nacido en Rusia, egresado de la enseñanza media en el porteño barrio de Villa Devoto.
por MARCO KLEIMANS
Los seres humanos somos una raza extraordinaria. A medida que evolucionamos, fuimos conformando sociedades que construyeron civilizaciones progresivamente más complejas, con un crecimiento exponencial del conocimiento y avances cada vez más sofisticados. A medida que se estimulaba el ingenio, se comenzaron a plantear nuevos misterios que profundizaron el proceso de investigación científica y la manipulación del medio que nos rodea.
Pero no siempre los descubrimientos se dieron de manera simple, exitosa o para el bien común y en cierto modo, la historia ha demostrado que el ser humano es propenso a -o tal vez dependiente de- los yerros, de situaciones contraproducentes, de errores. Por eso, los errores y la investigación son moneda corriente en el mundo de la ciencia, donde uno va de la mano del otro, se complementan. Pero más allá del ambiente intelectual, donde errar es muchas veces un eslabón del progreso, hay ciertas equivocaciones que son más trascendentes que otras, y pueden llegar a marcar un punto metabólico en la historia de nuestra raza: la paulatina destrucción del medio ambiente es una de esas situaciones definitorias.
En un mundo en constante cambio, los problemas ambientales son cada vez mayores y pareciera que la actitud para enfrentarlos es insuficiente; tal vez, existe una discrepancia entre el empeño de los individuos para contrarrestar el problema y la seriedad del conflicto, acompañado por el hecho de que el ser humano está capacitado para aprender de sus errores, y sin embargo no los acepta hasta experimentarlos en carne propia.
O, tal vez, la presión de los grandes poderes que rigen el orden mundial imposibilita el desarrollo de sociedades sustentables. Sin embargo, ¿por qué seguimos cometiendo los mismos errores a la hora de cuidar el medio ambiente aún sabiendo que estamos equivocados?
Para poder comenzar (el análisis), es crucial preguntarse ¿qué es la ciencia? De acuerdo con Mario Bunge, la ciencia se define como “el conocimiento racional, sistemático, exacto, verificable y por consiguiente falible”. De tal modo, la epísteme moderna es una actividad encabezada por los científicos que intentan descubrir el conocimiento pero, que al mismo tiempo, resulta propensa a fallar, al error.
Si deseáramos realizar una analogía, los errores son los rivales; los científicos, el equipo que busca ganar; el laboratorio, el campo; los espectadores; las personas que dependen del resultado; el resultado, el descubrimiento. En un torneo, el que va “puntero” es aquel que en un determinado momento logra esquivar a los rivales y anotar un gol, es decir, tiene la mejor solución, pero puede ser sobrepasado, naturalmente.
Pero no todos lo errores son iguales, y es por eso que personalmente creo necesario caracterizarlos en dos estratos diferentes:
Errores intra-metodológicos: esta primera categoría incluye aquellos errores que se producen a la hora de llevar a cabo el proceso de investigación científica. Son aquellos experimentos fallidos y, al mismo tiempo, más banales, que demuestran por qué “errar es humano”. Pueden concluir en descubrimientos científicos excelsos. Por ejemplo, Alexander Fleming descubrió la penicilina después de haberse olvidado un plato de petri destapado en su laboratorio. Tras retornar de sus vacaciones, encontró dicho plato cubierto de moho, y notó que ese mismo hongo eliminó las bacterias que había estado estudiado. Pero también están aquellos científicos que fallaron en aplicar la metodología y llegaron a conclusiones con no tanto éxito: por ejemplo, Linus Pauling creía que el ADN estaba compuesto por tres tiras y no dos, como realmente lo es. En síntesis, todo proceso intelectual, desde la metodología empleada hasta un razonamiento presuntamente correcto es susceptible a las consecuencias adversas de los errores.
Errores extra-metodológicos: Aquí la cuestión se pone interesante, porque en este punto la investigación logró demostrar la veracidad de su teoría y, sin embargo, aparecen los errores. Pero estos errores son diferentes, más embrollados, cuesta más corregirlos y, hasta en gran medida, son morales. Tan sólo basta con salir a la calle y observarlo uno mismo: millones de vehículos a base de hidrocarburos circulando por las autovías (y otros tantos miles siendo producidos) todos los días, los trescientos sesenta y cinco días del año; agobiantes junglas de concreto que aumentan en tamaño en detrimento de verdaderos espacios verdes, que disminuyen a una velocidad de 13.500 km2 por año; el incesante consumo de carne aún cuando se comprende que la industria ganadera es la más atroz culpable de la emisión de gases de efecto invernadero, la extracción de recursos excepcionalmente valiosos como el agua y la eliminación de bosques; en el supermercado, donde por diez toneladas de plástico producido, hay cinco o seis potenciales productos comestibles (y valga la redundancia, tres de ellos estén probablemente bajo la influencia de algún químico, conservante, colorante, y así sucesivamente…).
Sabemos que estas eventualidades son perjudiciales, pero, paradójicamente, se siguen repitiendo ¿Por qué? ¿Es eso lo que queremos? ¿Es esto el verdadero progreso científico que tanto anhelamos? Porque el verdadero error humano no es el errar en sí, sino fallar aún sabiendo que estamos tomando caminos equivocados. ¿Me explico? A raíz de este concepto, no puedo evitar encontrar una inquietante relación con el cambio climático, por dos razones: la progresiva acumulación de errores, cada vez más fatales, y el alto grado de polémica. De este modo, creo primordial hacer hincapié en la problemática ambiental.
Imagínense colocar dentro de un recipiente repleto de hormigas una manguera que emita gases de efecto invernadero a una velocidad mayor de la que se logran disipar. Eventualmente, las temperaturas aumentarán por la alta concentración de partículas de estos gases y, finalmente, estos diminutos bichitos perecerán asfixiados. Esta es nuestra realidad, nosotros somos esas hormigas: ¡Bienvenidos al cambio climático! No sólo son altamente interesantes sus características y dimensiones, sino que también su relación con los errores extra-metodológicos: es mundial, causado por el aumento de la temperatura y, probablemente lo más importante- pero a la vez esperable- está provocado por el hombre y, por ende, un descubrimiento in extremis controversial. Esta problemática mundial tiene sus comienzos en la Revolución Industrial, allá por fines del siglo XVIII, cuando de una sociedad prácticamente técnica se comenzó a convertir en un mundo completamente tecnológico. Fue paulatino, es verdad, y así como muchos lo vieron como una transformación positiva, otros lo vieron como algo retrógrado, que nos alejaba del verdadero hombre. Por ponerlo en palabras, “el poder de manipulación de la naturaleza que la ciencia provee también ha generado sufrimiento y esclavitudes para los hombres”.
Uno de los grandes desaciertos de la humidad es creer que el cambio climático es un suceso reciente. Ya desde 1824, con las investigaciones realizadas por Fourier, la comunidad científica comenzó a proyectar la idea del cambio climático. Para la década de 1950 era un hecho dentro de la comunidad científica. Pero recién en 1965 con el discurso de Lyndon B. Johnson fue cuando la sociedad empezó a concientizarse sobre los (d)efectos del progreso con relación al impacto ambiental. Como resultado, se crearon diversas instituciones para abordar el problema, entre las que se destaca el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), fundada en 1988. Sin embargo, a pesar de que las innegables consecuencias adversas de estos cambio profundos, aún más criticables son las medidas que (no) se toman para solucionar dichas consecuencias, lo que deriva, en definitiva, en la reiteración de los errores. ¿Y de quién es la culpa? ¿De la ciencia? ¿De los individuos? ¿Del sistema? ¡De todos!
El primer error es que a la ciencia se la admiró siempre como un saber desinteresado, objetivo y ajeno a la circunstancias de la sociedad, es decir, descontextualizado. De este modo, se cree que el Dios científico es el aparato más eficaz que tiene el ser humano para resolver conflictos, pero a la vez es éticamente inherente a la crítica. Los científicos hacen ciencia por hacer ciencia. Como consecuencia, logra transferir la culpa a aquellos que aplican la ciencia, a lo cual Enrique Marí propone la idea de “ciencia martillo”: la ciencia, como un martillo, puede ser utilizada para construir (mejorar la calidad de vida, realizar nuevos descubrimientos, etc) o para destruir (iniciar guerras, asesinar líderes políticos, etc).
El consenso, entonces, es que las naciones deben crear instituciones para enfrentar el conflicto climático, pero los intereses individuales de cada Estado detuvieron estos procesos: falló el protocolo de Kyoto, la cumbre de Río fue desastrosa, en el acuerdo de Copenhague los países firmantes se comprometieron a tomar nota y organizaciones como el IPCC realiza informes ciclópeos con datos anecdóticos. Y mientras los gobiernos debatían cómo mantener su PBI intacto, en 2013 se emitió 61% más de Dióxido de Carbono que en 1990.
No señores, la ciencia no es para nada un saber desinteresado. El autor Naomi Oreskes, en conjunto con Erik Conway, habla de mercantiles de la duda, como aquel manojo de científicos que logró sembrar el desconcierto acerca del cambio climático a partir de la creación de datos aparentemente científicos engullidos por la gente como reales. Y esta vacilación es contundente: no se puede pretender mucho si un estudio realizado a cabo en Estados Unidos demostró que solo una de cada cuatro personas sabe lo que una molécula es.
Consecuentemente, aprovechándose de esta ignorancia, resulta más fácil manipular a la población. Se realiza, entonces, una politización de la ciencia, que es cuando los científicos dejan de informarnos y pasan a prescribirnos, corrompiendo el rol original del científico puro, que sólo hace ciencia por hacer ciencia. “La frutilla del postre” la colocó el “climategate”, ocurrido en el año 2009 cuando se filtraron más de miles de mails entre científicos, causando un aumento en la desconfianza entre la sociedad, al manifestar en el contenido de estos correos cómo los científicos escondían y manejaban a su merced los datos sobre el cambio climático.
Pero no es solamente eso: el contexto histórico es crucial, y en un mundo capitalista, se requiere de financiamiento para llevar a cabo las investigaciones, y los programas que no coinciden con los ideales de sus financiadores son descartados. Esto son los límites de la ciencia a los que aludía en un comienzo. Por eso se puede hablar de una empresa científica que reacciona a la oferta y demanda del mercado, y cuya investigación muchas veces queda opacada por la necesidad económica por sobre la ética. Esto último nos lleva a hablar del segundo gran problema, y este es cómo los poderes influyen sobre las decisiones científicas en base a sus intereses, dejando a su vez expuesta la hostilidad contra aquellos que se oponen a dichos intereses.
¿Sabían que sólo el 7% de la población se encarga del 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero, mientras que el 50% de la población se encarga del 7% de las emisiones? ¿Es acaso justo ver cómo se beneficia una clase elitista a expensas de aquellos grupos que no pueden contrarrestar las contrapartidas del progreso? Históricamente, la sumisión a los grandes poderes demostraron cuán estrepitosos fueron sus errores a la hora de detener el avance: Probablemente, el primer Neandertal que descendió del árbol fue despreciado por sus compañeros. Galileo Galilei fue perseguido por sus teorías copernicanas del mundo mientras que Charles Darwin fue desestimado por su teoría del evolucionismo.
En su momento fue la Iglesia o la Naturaleza Salvaje, ahora es el Capitalismo. En la actualidad, existen muchos “Galileos” que buscan hacerse escuchar, pero los responsables políticos y los científico corruptos hablan un lenguaje distinto al de los investigadores aplicados, un dialecto mucho más centralizado en cuestiones económicas, que defienden a los papeles verdes, y no a la fuente de esos papeles. Y se liberó una batalla, entre el capitalismo y el medio ambiente, una batalla que se pierde cada vez que muere un nene de hambre en África, cuando en Beijín los niños van a la escuela con barbijo, cuando tenemos que decidir entre extraer o preservar.
Por último, y tal vez la cualidad más obvia, es que somos humanos. Los seres humanos no fuimos diseñados para enfrentar estos problemas, lo vemos como algo muy grande y por ende, lo delegamos en las instituciones que creemos capaces de resolver dicho problema. Como lo describe Stephen Gardiner, es una tormenta moral perfecta: es una tormenta perfecta porque todos los factores combinados la hacen mucho más peligrosa que cada uno de sus componentes por separados, mientras que es moral por las gigantescas implicaciones éticas. De modo tal que las instituciones no están listas para afrontar el conflicto, la economía a base hidrocarburos no puede permitir el recorte en su consumo, los científicos no saben con exactitud la dimensión del conflicto y no solo que trasladamos el problema a las generaciones venideras, sino que lo agravamos previamente. Como resultado, se crea un círculo vicioso donde cada parte de la sociedad traslada la responsabilidad en vez de tomarla.
Es más, las sociedades no están dispuestas a arriesgar su confort en base a algo incierto (porque no existe una convicción absoluta sobre los posibles resultados, incertidumbre empeora con la corrupción científica y institucional), ajeno (porque no lo sentimos en carne propia) y distante (porque siempre pareciera que le afecta a alguien más, y no a nosotros). “Uy, mira las inundaciones en Francia” o “De acá a 50 años falta tanto”. Cuando no nos sentimos eficaces para corregir un error, sencillamente lo pasamos por alto, como un animal que encuentra peligroso un lugar y lo evita, y “el cambio climático tiene que ser pensado más que sentido, pero no somos muy buenos en eso”.
Al igual que lo considera Naomi Klein, el cambio climático es una verdadera prueba para el ser humano, y a la vez una excelente oportunidad para modificar las bases de un capitalismo obsoleto, de modo tal que quede demostrado por qué aprender de los errores es un eslabón al progreso ¡Pero ojo! Ya es hora de que dejemos de procrastinar, escapar a la realidad imponiéndonos excusas ambiguas, de hablar de problemas, y empezar a buscar soluciones, porque el cambio climático es un inconveniente colectivo y colectivamente tiene que ser atacado.
No basta solamente con la acción de la comunidad de científicos, sino la comunidad de humanos deben intervenir por igual. Algunos cambios ya están en camino: la Cumbre Mundial sobre el Cambio Climático de París del año 2015 rectificó el comienzo de una nueva etapa para la toma de medidas ambientales. Pero sin ir más lejos de la cercanía de mi casa, en el barrio de Villa Devoto ya funciona un centro de reciclado que logró llegar a seis toneladas de materiales reciclables en un mes. En fin, cada cual con su granito de arena –este es el mío- y entonces podremos decir: “¡Eureka! ¡Realmente aprendimos que estábamos equivocados!”
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